Por Robert Marcial González
-Reconocimiento al Maestro Gustavo Alfaro-
Siempre he sentido pena por aquellas personas que descalifican tanto el futbol como a sus aficionados por considerarlo un deporte que solo sirve para que los miembros de la sociedad exterioricen sus pulsiones atávicas y puedan liberar impunemente a sus demonios interiores. Mi condición de futbolero apasionado, no me impide reconocer que algo de razón les asiste a quienes reducen al deporte más hermoso del planeta a su faz menos virtuosa; esa que está asociada con el vandalismo y la violencia en las gradas y con la corrupción en las altas esferas integradas por dirigentes y grupos económicos de poder. Sin embargo, haciendo sumas y restas, estoy convencido de que la mirada reduccionista y descalificadora, peca por defecto pues se empeña en ocultar el lado luminoso del deporte más bello del universo.
Buscando, no tanto incidir en las convicciones de quienes han decidido reducir al futbol a su expresión menos estimulante, sino reivindicar los muchos (¡muchísimos!) prodigios y atributos del futbol como espacio de expresión popular y catalizador de virtudes democráticas, permítaseme, que en esta ocasión, mis habituales cavilaciones cívicas giren en torno a la figura del gran Maestro GUSTAVO ALFARO, ese Cacique virtuoso que supo iluminar el camino de la tribu Guaraní no solo para posicionar nuevamente a la selección paraguaya en un sitial de relevancia, sino, fundamentalmente, para demostrar con hechos, las bondades que se generan a nivel comunitario cuando las personas que encabezan proyectos de incidencia colectiva son capaces de ejercer un liderazgo genuinamente virtuoso.
Hijo de un gran trabajador ferroviario y de una madre valiente quienes predicaron siempre desde el ejemplo, el Maestro GUSTAVO ALFARO lleva en su ADN la cultura del trabajo honesto y del sacrificio denodado que hoy lo distinguen. Con la pasión desbordante que transmite su templado espíritu, entendió desde muy niño la relación del futbol con la sociedad, la relación del futbol con la condición humana, la relación del futbol con los afectos, la relación del futbol con la felicidad, la relación del futbol con la democracia, la relación del futbol con la filosofía, la historia, la cultura y la literatura, en fin, la relación del futbol con la vida misma. Esos rasgos de su personalidad, ubican hoy al Maestro GUSTAVO ALFARO en una selecta nómina de genios creativos entre los que se encuentran Cesar Luis Menotti, Jorge Valdano, Johan Cruyff, Juan Villoro, Roberto Fontanarrosa, Eduardo Sacheri, Josep Guardiola, Diego Latorre, Marcelo Bielsa, Gerardo Martino, Eduardo Galeano, Nelson Angelomé y unos pocos más…
Quienes se niegan a reconocerle al futbol sus cualidades mágicas, deben saber que, la épica alcanzada por la selección paraguaya de la mano del Maestro GUSTAVO ALFARO, lejos de constituir un episodio aislado o un accidente de la historia, empezó a gestarse cuando éste apenas tenía 9 años. En ese momento, acaso sin saberlo, empezó a tejer el hilo invisible que lo conecta hoy al corazón de tantas personas a quienes los rufianes de siempre les habían robado las esperanzas y las ilusiones. Desde aquél lejano momento en su primera infancia, el Maestro ALFARO aprendió a ejercitar la esperanza como poderosa herramienta para hacer frente a las situaciones más adversas.
Escuchen por favor con detenimiento: El Maestro ALFARO tenía apenas 9 años cuando, con el corazón trémulo y los ojos estrujados por el llanto, enfrentó su primer gran desafío: a su madre le habían diagnosticado un cáncer terminal y toda su familia sucumbió ante la desesperanza. El vaticinio fue implacable. ALFARO, el niño que surcaba los campos de su natal Rafaela con un gran saco de sueños a cuestas, escuchó decir al médico que la vida de su madre se apagaría cuando el otoño terminara de deshojar los árboles del patio. Con un gesto tan inocente como conmovedor, aquél niño inquieto y dicharachero, tomó un ovillo de hilo, se secó las lágrimas, hizo de tripas corazón, miró al cielo para rogarle una manito al Creador y se precipitó al jardín para, una a una, atar las hojas esparcidas en el césped a la rama de los árboles esperando que éstos resistan el cruel presagio mientras el otoño avanzaba implacable e indiferente a su dolor.
Sé, de buena fuente, que su ejercicio de esperanza contagió a todos los integrantes de su humilde barrio quienes, conmovidos por el ejemplo de ese niño soñador que no se entregaría dócilmente a las fauces de la fatalidad, se sumaron a ese mágico ritual ayudándolo a coser las hojas caídas a las ramas castigadas por el viento otoñal… Los refutadores de leyendas (para expresarlo en término Dolinianos) dirán que fue apenas una casualidad pero, lo cierto y lo concreto, es que la madre de aquél niño de ojos grandes y resplandecientes, que ya empezaba a desarrollar su afición por la cacería de utopías, luego de ese gesto noble e inspirador, superó el cáncer para la dicha de todo su entorno.
Cincuenta y cuatro años después, el Maestro ALFARO desembarcó en el Paraguay trayendo consigo aquel prodigioso ovillo de hilo con el que salvó la vida de su madre y devolvió la esperanza a su familia. Con ese mismo ovillo de hilo venturoso, se propuso levantar una por una las hojas que estaban caídas en la mítica tierra Guaraní y las sujetó al sueño mundialista que agonizaba en el descolorido césped. Con su testimonio coherente, su trabajo incansable y esa humildad propia de los grandes, no solo convirtió un arbusto casi marchito en un roble frondoso, sino que le devolvió la esperanza a todo un país que hoy está fuerte pues sabe que, para transitar el arduo camino que debemos enfrentar en lo sucesivo, cuenta con Alfaro, o mejor, con EL — FARO virtuoso que nos ayudará a iluminar nuestro destino.
Lección número 1: La esperanza es un imperativo ético en la vida.
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