Por Ana Balbuena https://www.linkedin.com/in/anaibalbuena/
Hoy se habla mucho de liderazgo empático, de bienestar, de empleo con propósito, de salud mental y de sustentabilidad. Hay congresos, talleres, libros, y hasta indicadores que prometen medir el nivel de conciencia de las organizaciones. Pero cuando pasamos del discurso a los datos, la realidad nos sacude.
En una reciente encuesta global de la consultora internacional Randstad, ante la afirmación “No me importaría ganar menos dinero si tuviera buenos amigos en el trabajo”, Latinoamérica fue la región con la tasa de respuesta más baja. Detrás de ese número hay algo más profundo que una simple estadística: refleja vínculos laborales frágiles, climas organizacionales desconectados y una cultura donde el bienestar sigue siendo un lujo más que una prioridad.
Y no es casual. Hablamos de una región estructuralmente compuesta por países que pareciera se han quedado —o los han dejado— en la sombra.
Donde no se nos ve, donde pareciera que ya da igual, o peor aún, que han tirado la toalla. Regiones que conviven con profundas desigualdades, sistemas que no logran sostener políticas públicas estables y contextos donde el bienestar se vuelve casi una aspiración romántica frente a la urgencia del día a día.
Somos territorios de contrastes, donde se habla de innovación y propósito en contextos que todavía luchan por garantizar lo básico. Y donde muchas veces la urgencia económica o la precarización del empleo hacen que la conversación sobre bienestar parezca un privilegio reservado para pocos.
Hablamos de liderazgo consciente, pero convivimos con jornadas interminables, burnout normalizado y relaciones laborales que, en lugar de nutrirnos, nos desgastan. Nos llenamos de discursos sobre empatía y propósito, mientras la soledad, el estrés y la desconfianza se instalan silenciosamente en los equipos.
Transformar esta realidad no depende solo de nuevas teorías o capacitaciones. Depende de una decisión política y ética: poner a las personas en el centro, no en el discurso, sino en la práctica cotidiana. Reconocer que la productividad sin humanidad es solo una ilusión de progreso.
Cuando escribo estas columnas, mi mayor deseo es que alguno de estos textos —que son mi voz y mi forma de accionar— llegue a quienes pueden influir en las decisiones, en la agenda de quienes diseñan estrategias para el futuro. Ojalá logremos que las conversaciones sobre liderazgo consciente no se queden solo en los auditorios o en las redes, sino que empiecen a transformar la realidad concreta de las personas que trabajan todos los días.
Porque no hay liderazgo posible en una cultura que se olvida de lo esencial: la conexión humana.
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